viernes, 6 de agosto de 2010

De una historia de humanos, delfines y empatía...

El otro día tuve la suerte de poder disfrutar en el cine del documental "The Cove". Por la naturaleza de la propia película no me esperaba poder verla en un cine de Santiago: en España ha alcanzado muy pocas salas, demasiado pocas en mi opinión; tanto si consideramos la calidad del filme como si tenemos en cuenta la importancia de lo contado. Los que no la hayáis visto echar un vistazo al trailer:

































Si no habéis visto la película, os la recomiendo encarecidamente. No sólo por lo sobrecogedor de lo que se cuenta y revela en esta; la forma utilizada para narrar la historia, más cercana a un thriller que a un documental al uso es un gran acierto y conduce perfectamente al espectador a una secuencia final que no precisa de la menor narración; en el momento en el que finalmente podemos observar los resultados del trabajo del equipo de Louie Psihoyos, las imágenes y el sonido ambiente son más que suficientes para impactar al espectador que es incapaz de sentir indiferencia al salir de la sala.

Sin embargo, el propósito de este blog no es el de realizar reseñas de películas. Si he decidido dedicar una entrada del blog a esta película es por una frase dicha en la película que resume muy bien muchas más cosas de las que implica directamente en la película. El que en el momento del rodaje de la película era el representante de Japón en la Comisión Ballenera Internacional afirma en una secuencia que el problema que tiene occidente con la caza de ballenas y delfines es meramente emocional: a fin de cuentas, según esa argumentación reiterada por varios políticos y representantes de la política japonesa, en occidente no tenemos problema a la hora de zamparnos carne de vaca o de cerdo, por ejemplo.

Más allá de consideraciones como la sostenibilidad de la práctica o la inteligencia que puedan tener ballenas o delfines, es indudable que el problema es no sólo ecológico, sino emocional: otro tema es que sean los occidentales o los japoneses los que tienen dicho "problema", pero realmente es innegable que en occidente siempre hubo una mayor simpatía por los cetáceos. Dicha simpatía por estos animales no es sólo cosa de que hayamos visto de niños series como Flipper, sino que ya viene inscrita en parte de nuestra cultura desde la antigüedad: en Grecia se considera desde tiempos muy antiguos que los delfines son animales consagrados a Apolo y Poseidón (llegándose a penar con la muerte al que los matara).

Al final todo gira en torno a la empatía emocional: nos referimos, (parafraseando a la rae), a la identificación afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro. Debemos hacer hincapié que aquí no nos referimos a la empatía como identificación mental: puede un sujeto comprender perfectamente el dolor que podría crear con sus acciones en otro, que si no es capaz de asociar ese dolor como emocionalmente propio, difícilmente servirá de algo dicha comprensión a la hora de evitar que realice esas acciones: es más, probablemente utilicé dicho conocimiento a su favor a la hora de crear dicho sufrimiento. Así, el más cruel de los psicópatas sabe perfectamente el dolor que puede causar a una víctima (empatía como identificación mental) pero es incapaz de interiorizar ese dolor como propio.

Por las razones que sean, seguramente de naturaleza cultural (pero también por un interés político), observamos como mientras el sufrimiento de un sólo delfín puede provocar lagrimas en una activista, en otros sujetos causa indiferencia o incluso hilaridad: no es esto de extrañar, si tenemos en cuenta que esto mismo ocurre entre los propios seres humanos. Si hay sujetos que celebran la ejecución de un semejante brindando con champán, ¿cómo podemos esperarnos que la humanidad acuerde de forma unánime la defensa de otras especies, por muy inteligentes que sean?

Trabajar en la empatía debería ser, en cualquier sistema educativo, una cuestión clave: no sólo con personas que sufran de alguna clase de trastorno de personalidad antisocial, sino en general: si queremos conseguir la igualdad real entre todas las personas con independencia de factores como el sexo, la raza o la religión es necesario que todos seamos capaces de pensar en el otro como en un individuo que, a fin de cuentas, es semejante a nosotros mismos en lo fundamental. Sería, sin duda alguna, motivo de celebración que todos fuéramos capaces de ver al individuo que hay detrás de un colectivo o de una serie de hechos aislados: mientras nos cueste tanto algo que no debería ser tan complicado, ¿cómo podemos esperar que la humanidad pueda tener un respeto real por el planeta en el vivimos, así como por el resto de seres inteligentes con los que nos ha tocado compartirlo? Sólo progresando en nuestra capacidad para asimilar como propio el sufrimiento de otros podremos asegurarnos un futuro para nuestra especie... el camino actual es insostenible:
está en nuestras manos el empezar a cambiar.


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