miércoles, 4 de agosto de 2010

De como un lugar malvado engendra víctimas y verdugos.

Una buena compañera y amiga nos recomendó el visionado del siguiente episodio de Redes:

http://www.rtve.es/mediateca/videos/20100404/redes-4-03-10-pendiente-resbaladiza-maldad/736047.shtml?s1=programas

En el que probablemente sea uno de los mejores programas de esta temporada, Eduard Punset entrevista a Philip Zimbardo. Psicólogo genial, Zimbardo fue el responsable de uno de los más famosos y controvertidos experimentos jamás realizados en el mundo de la psicología: el experimento de la prisión de Stanford, en el que observamos los efectos de un entorno "malvado" (en este caso, una prisión) sobre 24 estudiantes normales y corrientes. Unos en el papel de guardias y otros en el de presos. Tras un primer día sin demasiados problemas (en el que, eso sí, los guardias se tomaban su papel muy en serio), los presos se rebelaron; como consecuencia, los guardias empezaron a realizar toda clase de humillaciones, tormentos y torturas a los presos (y eso siendo varios hippies que antes del experimento consideraban a los policías y guardas en general "cerdos"), si bien la violencia física estaba expresamente prohibida por Zimbardo. Por su parte los presos cayeron en una actitud de pasividad y depresión extrema. Al sexto día tuvo que suspenderse un experimento que debía haber durado dos semanas.


Sobre este experimento, del que el mismo Zimbardo escribió un libro en el que describe con detalle cada uno de los días del experimento ("El Efecto Lucifer"), gira este episodio de Redes. Sería absurdo repetir aquí lo dicho en el programa; lo mejor es verlo. Sólo reiterar dos puntos de enorme interés: el primero es la importancia de la deshumanización de los distintos sujetos. Tanto guardias como presos perdieron su individualidad al entrar en el experimento: los guardias portaban gafas de sol que les daban cierto anonimato y ya habían llegado el día anterior para coger confianza con el lugar. Los presos, que eran desnudados y cacheados al llegar, perdían su nombre y eran exclusivamente tratados por el número que se les asignaba.


Esto es importante por dos motivos: el primero es que el anonimato dio cierta sensación de impunidad a los guardias, lo cual incentivaba su sadismo. Pero por otro lado, la perdida de individualidad de todos los sujetos del experimento hace que sea más fácil no valorarlos como semejantes: para los guardias los números eran presos y para los presos los otros eran guardias (de hecho, los guardias consiguieron que incluso los presos entre ellos fueran considerados números). Este es, ni más ni menos, el proceso que permite que por ejemplo un terrorista pueda asesinar a sangre fría a una persona a la que ve todos los días y no experimentar el menor de los remordimientos. O el que posibilitó la enorme eficiencia con la que los nazis exterminaron a millones de judíos. O el mismo que sucede en la dantesca lucha entre hutus y tutsis: no hablamos de individuos, sino de "enemigos", de "otros". En el momento en el que ignoras al individuo resulta mucho más difícil empatizar con él... y mucho más fácil cometer contra él toda clase de atrocidades. No hace falta tener alguna clase de personalidad anómala o enfermedad mental, como muchos creen de forma equivocada.


El segundo punto de interés es que en el experimento reside en la increíble internalización del rol de presos por parte de los estudiantes a los que había tocado dicho papel. Se vuelven tan sumisos ante los guardias que en un punto del experimento, en el que un preso suplente inicia una huelga de hambre el resto de presos se vuelven contra este: es encerrado en aislamiento durante horas (pese que las propias normas que se autoimponían los guardias ponían un máximo de una hora) y, ante la oferta al resto de presos de liberarle a cambio de sus sabanas, todos responden de forma negativa salvo uno. 


Además a lo largo del experimento Zimbardo observó como varios llegaron ofrecer su paga por el experimento a cambio de la libertad condicional: dicha libertad condicional se les fue denegada, pero lo interesante es que ellos eran libres de irse en cualquier momento ya que no eran presos reales. Si estaban dispuestos a no cobrar ¿por qué no irse sin más en vez de solicitar la libertad condicional? La respuesta a esto es que, en apenas unos días, los propios presos se consideraban delincuentes. Aun no habiendo cometido ningún delito; aun estando allí por un simple experimento al que se habían presentado de forma voluntaria.


Esa autoasignación del rol es sumamente interesante, porque observamos como no sólo se aprende a ser delincuente, sádico, o malvado... también se aprende a ser víctima. A ser sumiso y obediente ante las injusticias que nos ocurren. La clásica imagen de las víctimas del Holocausto caminando de forma obediente hacia una muerte segura es un ejemplo de tantos, pero también podemos pensar en aquellas mujeres maltratadas que ya han asumido ese papel y no tienen la menor intención de cambiarlo (Síndrome de la mujer maltratada). 
De esto último saco lo siguiente: educar al posible delincuente es importante, pero hemos descuidado por demasiado tiempo a las víctimas. Y en violencia de género esto ha sido demasiado evidente. En el experimento de Zimbardo los presos estaban desconectados unos de otros; si queremos que las víctimas de un delito lo denuncien, deben sentirse arropadas por su entorno y por la sociedad. Y por desgracia, esto sigue sin ocurrir en demasiadas ocasiones...

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